Las emociones son contagiosas. Quién no ha disfrutado de un ataque
de risa compartido o ha dicho la típica frase de “si lloras, me vas a hacer
llorar”. Las emociones se comparten y las emociones nos unen. Disfrutar de una
pieza musical con alguien lo hace más emocionante, al igual que esperar los
resultados de un examen con otra persona nos pone más nerviosos aún.
Pero, ¿por qué nos ocurre esto? ¿qué hace que las emociones sean
tan contagiosas? Todo sucede en nuestro cerebro gracias a las Neuronas Espejo, células cerebrales que
nos hacen imitar el comportamiento que estamos observando. Por lo que, si vemos
a alguien llorar, nuestras neuronas imitarán su emoción y si alguien nos ve
sonreír, sus neuronas imitarán nuestro comportamiento.
Este suceso no ocurre exclusivamente con la persona que tenemos enfrente, también sucede con grupos de personas. ¿Alguna vez habéis entrado en
una habitación y habéis sentido que “la tensión se puede cortar con unas tijeras” y
os habéis sentido incómodos? O ¿habéis ido a ver un monólogo en directo y
vuestras carcajadas se han multiplicado por mil comparadas a cuando lo véis en
casa?
Y es que, nuestras propias emociones tienen un impacto increíble, no solo en nosotros mismos, sino también
en quién nos rodea. Son contagiosas y nos pueden dar tanto una cura como una
enfermedad, por eso hay que ser muy conscientes de ellas e intentar repartir
las emociones más positivas posibles para recibir el mismo impacto. Por
supuesto, hay personas de todo tipo y días con diferentes emociones, pero es
importante tener siempre en mente que una sonrisa compartida con un extraño
puede alterar el día de ambos, incluso el de personas ajenas que se han cruzado
con la escena.
Recuerdo un día de verano cuando tenía unos 5 o 6 años. Estaba
dando un agradable paseo con mi madre y como era ya costumbre, al poco de
andar, empezaba con las típicas quejas de “tengo hambre”, “tengo sed”, “estoy
cansada”, así que decidimos entrar a un bar cercano a beber un vaso de agua y
tomarnos un sándwich mixto. Nos sentamos
en la barra, y al pedir el vaso de agua el camarero con cara de perro enfadado
y de una forma seca y cortante dijo “No servimos agua” y se fue a cocina a
pedir el sándwich mixto.
En esa escena mi madre se inclinó hacia mí y me susurró “No dejes
que su mal humor te afecte a ti, vamos a hacer que nuestra alegría le afecte a
él”, así que, frente a su mal humor, nosotras respondíamos con una sonrisa
sincera, amabilidad y simpatía. Este comportamiento debió de sorprenderle de
tal forma que no sólo nos dio dos vasos de agua, sino que también nos regaló
unos frutos secos de acompañamiento y se despidió con una gran sonrisa y un
“¡Volved pronto!”. Me sorprendió tanto
el cambio de actitud que, aunque fuese muy pequeña, me resulta imposible olvidar
aquel suceso. Quién sabe, puede que este fuese uno de los primeros momentos que
me impulsaron a estudiar psicología.
Contagiad optimismo, contagiad alegría y haced de vuestro entorno
un lugar acogedor en el que estar en sintonía con las emociones de los que os
rodean.
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